Los monstruos del imaginario. Fósiles y huesos gigantes en la Antigüedad

por | Nov 20, 2020 | Arte, Cultura visual

Después de ver Jurassic Park o tras la visita a cualquiera de los grandes museos de Historia Natural que se levantaron en las principales ciudades del mundo en el siglo XIX, además del contacto más o menos directo con un sinfín de productos y contenidos de lo más diverso de nuestra cultura popular más heterogénea, todos tenemos una idea en la cabeza de cómo eran los dinosaurios y el tamaño que llegaron a alcanzar. Independientemente de que el imaginario popular nos muestre a unos gigantescos y hostiles lagartos, sin tener en cuenta las investigaciones que, desde hace décadas, demuestran que muchos de estos seres eran alados, si, en un más que hipotético paseo por el monte, nos encontráramos con un inmensa piedra con forma de hueso despuntando en lo alto de una acequia, no tendríamos que recurrir a oscuras mitologías para explicar el origen del animal del que, millones de años atrás, formó parte. Desde luego, la mayoría de nosotros no sabríamos determinar la especie a la que perteneció, para eso están los paleontólogos, pero sospecharíamos que debió pertenecer a alguno de los grandes dinosaurios que pueblan nuestro vívido imaginario. Quizá, el paleontólogo de turno terminara arrojándonos un jarro de agua fría al decirnos que, en realidad, aquel fémur se correspondía con el de un aburrido mamut, demasiado parecido a los elefantes de nuestro tiempo y que en modo alguno podría competir con la posibilidad de hallarnos frente al hueso de un Tyranosaurus.

Fotograma de Jurassic Park, 1993.

Como explicaba José Luis Sanz en su interesantísima obra Mitología de los dinosaurios, tenemos nuestra memoria colectiva tan desbordada de imágenes de dinosaurios que hemos terminado por convertirlos casi en seres contemporáneos a nosotros. Pero ¿qué ocurriría si con ese mismo hueso que asomaba en la acequia se hallara un caminante de la Antigüedad, alguien con un imaginario poblado por una cosmogonía y una mitología completamente distinta de la nuestra? Aunque se refiere a ejemplos fósiles más modestos que el fémur de Tyranosaurus, el filósofo Jenófanes de Colofón, que vivió entre los siglos VI y V a.C, intentó razonar el origen de ciertos hallazgos que él mismo hizo en Sicilia o en Malta. El relato lo recoge Hipólito en su obra Refutación de todas las herejías (1, 14.3), escrita en el siglo III d.C:

Jenófanes cree que se produce una mezcla de tierra con el mar, pero que con el tiempo se va liberando de lo húmedo, asegurando que tiene las siguientes pruebas: que tierra adentro y en los montes se encuentran conchas, que en las canteras de Sicilia se encontró la impronta de un pez y de focas, en Paros la impronta de un laurel en el seno de una roca y en Malta placas con toda clase de animales marinos. Explica que éstas se produjeron cuando, antaño, todo se encontraba enfangado y que la impronta se secó en el barro.

 

Como explica Adrienne Mayor en su fantástica obra The first fossil hunters, Jenófanes está considerado como el primer escritor en reconocer la naturaleza orgánica de los fósiles. Bien es cierto que las conchas y peces del Terciario no difieren demasiado de los que podemos ver en los mares en la actualidad, lo que ha hecho que algunos paleontólogos recientes no concedan demasiada relevancia a los hallazgos de Jenófanes. Identificar una concha fosilizada hallada a kilómetros de distancia del mar permite establecer conjeturas más o menos plausibles… pero ¿cómo explicar la aparición de un inmenso hueso?
La mitología griega nos habla de gigantes, seres portentosos, violentos y de cualidades formidables que habitaban en lejanas regiones, como los hiperbóreos. Pero no hay un consenso explícito en las fuentes a la hora de definir la altura y las proporciones de estos personajes. Por lo general, de hecho, se subraya con más ahínco su fuerza y capacidad para el combate que su estatura. Por ello, aunque la mitología griega tuviera una panoplia de referentes a los que acudir para explicar el descubrimiento de insólitos huesos, no había un objetivo claro al que adjudicárselos.

En todo caso, en la literatura clásica abundan las referencias sobre la aparición de sorprendentes fósiles, como demostró sobradamente Adrienne Mayor en la citada obra y en un artículo posterior titulado “Ancient references to the fossils from the land of Pythagoras” (escrito junto a Nikos Solounias). Uno de los descubrimientos más sorprendente fue el que tuvo lugar en la Isla de Samos, donde aparecieron ejemplares fósiles de grandes mamíferos del Mioceno y del Plioceno. Tal vez uno de los ejemplares que de manera más intensa debió cautivar a los griegos del pasado fue los restos del Samotherium que, sin duda, contemplarían con asombro. Tanto debió fascinarles aquella pieza que en una cerámica vemos a Hércules y Hermíone enfrentándose a una extraña bestia que parece estar portando el cráneo del extinto animal.

Detalle de una cerámica griega con Hércules y Hermíone.

Fotografía antigua de un cráneo de Samotherium.

No es fácil saber con exactitud cómo explicaron la naturaleza de aquellos extraños fósiles y qué era lo que más les interesaba conocer sobre estas maravillas, pero sin duda su vasta mitología les sirvió de soporte para, cuanto menos, enfrentarse con mejores recursos a su extrañeza. En este sentido, es muy interesante el caso de los cráneos de elefantes enanos que aparecieron en diversos puntos del mediterráneo y que, por la curiosa morfología de sus cuentas orbitarias rápidamente fueron asociados con los míticos cíclopes.

Cráneo fósil de elefante enano.

Cabeza romana del cíclope Polifemo.

La intención de esta breve entrada no es tanto relatar los múltiples ejemplos que abundan en los escritos del mundo clásico sobre estos hallazgos, pues para ello contamos con una amplia bibliografía, sino más bien estimular la reflexión sobre cómo los imaginarios de la época modulan las explicaciones y las respuestas ante los enigmas históricos o biológicos más inexplicables. Las disciplinas científicas de nuestro siglo XXI ofrecen, qué duda cabe, respuestas distintas a las que ofrecían los filósofos y naturalistas griegos, revestidas además de ese halo de objetividad incuestionable con la que se presentan. Ahora fechamos con exactitud la antigüedad de los huesos, conocemos su composición, recreamos con fidelidad las estructuras óseas de las especies extintas que nos precedieron y lanzamos hipótesis sobre sus hábitats y conductas. Pero ¿qué otras preguntas no estamos sabiendo responder, tal vez más pertinentes, por los condicionamientos de nuestro actual imaginario científico?