Por qué es correcto que caiga la estatua de Theodore Roosevelt

por | Jul 7, 2020 | Cultura visual, Iconoclasia

Tal vez podamos, finalmente, observar realmente la estatua de Theodore Roosevelt: un monumento que nos habla sobre la jerarquía, creado para expresar lo que las exhibiciones del Museo Americano de Historia Natural llamaban en aquel entonces las “distintas razas de la humanidad”.

Estas últimas semanas las imágenes han vuelto a estar en boca de tod@s, al propagarse una controversia global acerca de ciertas estatuas. Esta disputa sobre el uso y transformación del espacio público, suele estar basada principalmente en los impulsos repentinos y las pasiones, pero creemos necesario ofrecer también elementos de debate que permitan una argumentación más pausada.

En ese sentido, os presentamos en #lagatera la traducción de un reciente artículo publicado por Nicholas Mirzoeff, uno de los teóricos actuales más destacados en el ámbito de la cultura visual contemporánea. Su texto, centrado en uno de los grupos escultóricos más polémicos de la ciudad de Nueva York, demuestra la vigencia de lo argumentado por Donna Haraway en “El patriarcado del osito Teddy”, quien alumbró hace más de treinta y cinco años los oscuros pasajes que dieron forma a una de las instituciones más emblemáticas de los Estados Unidos.

Este artículo fue publicado originalmente en ingles en la revista especializada en arte contemporáneo de Nueva York Hyperallergic, el 30 de junio de 2020. Agradecemos a los responsables de la misma el permiso para poder traducirlo (traducción de Ander Gondra).

El monumento ecuestre de Theodore Roosevelt, realizado por James Earle Fraser (fotografía del autor).

Pronuncia sus nombres: Gus Grey Mountain; Gerald Crane; Raymond Sprang; Blanche Wahnee; Helene M. LaRaque y Charmeine Lyons. Todos estos activistas indígenas (identificados en reportajes informativos de la época como Cherokee-Seneca, Navajo y Comanche) tenían veintitantos años el 15 de junio de 1971, cuando llevaron a cabo una acción exitosa contra el monumento ecuestre de Theodore Roosevelt en el Museo Americano de Historia Natural. Casi 50 años después, el museo ha anunciado que la escultura monumental largamente detestada será retirada.

Han sido necesarios los esfuerzos conjuntos de académicas de prestigio como Donna Haraway, Emily Martin, Mabel O. Wilson y Audra Simpson para argumentar su eliminación, apoyadas por el activismo pertinaz de la American Indian Community House, el Black Out Tour en 2015 y tres años de protestas organizadas por parte de Decolonize This Place. Y, aun así, ha tenido que producirse un levantamiento nacional para que finalmente sucediera.

Pero nadie está satisfecho. Los manifestantes lo ven tan solo como un primer paso hacia la rectificación de los muchos errores de la institución. La derecha considera que la retirada de la estatua es un acto de los talibanes o del comunismo, y organizaron su propia protesta el pasado fin de semana. Una pequeña multitud ondeaba banderas y cantaba “NYPD” [New York Police Department]. En la tormenta que se originó en redes sociales tras la publicación de esta declaración, han surgido dos temas que sugieren que todavía es importante presentar una defensa en favor de su retirada. Por no hablar de la propuesta del crítico Holland Cotter, quien sugirió colocar el inmenso monumento en el espacio angosto del pasillo de una exposición diseñada explícitamente para afirmar que no mostraba ningún tipo de jerarquía racial.

Muchas personas (en su mayoría blancas) aseguran que los problemas con la estatua tienen que ver con la figura africana e indígena y que, si únicamente constara de la figura de Roosevelt, resultaría aceptable. En el artículo del New York Times en el que se anunciaba la decisión, la presidenta del museo, Ellen V. Futter, mantiene esta opinión, considerando problemática tan sólo la “composición jerárquica”, mientras el museo sigue honrando a Roosevelt como “un conservacionista pionero”. En muchas publicaciones en redes sociales que he leído, un sorprendente número de neoyorquinos (en su mayoría blancos) y otros visitantes aseguran que nunca antes habían observado el monumento.

Tal vez podamos, finalmente, observar esta estatua. Se eleva sobre cualquier visitante a cuatro metros y medio de alto, sobre una base generosa. El escultor James Earle Fraser pretendía inicialmente que fuera aún más grande, hasta los seis metros. En resumidas cuentas, se pretendía el dominio visual y físico. Ese dominio se transmite a cualquier espectador en una serie de pasos. Es indudable que el hombre blanco a caballo tiene poder sobre la figura africana e indígena, expresado en cada detalle desde su vestimenta hasta su caballo. Como entendió el artista Titus Kaphar cuando llevó a sus hijos al museo, los jóvenes ven de inmediato la injusticia que transmite ver al presidente cabalgando, mientras sus compañeros caminan. A veces pienso que la función última de la educación formal, aprobada por el estado, es eliminar ese sentido de justicia de las personas y reemplazarlo por la aceptación de la jerarquía en nuestro orden social.

Perfiles de Apolo, un africano y un orangután. Procedentes de la Historia natural del género humano (1801) de Julien-Joseph Virey.

El monumento nos habla sobre la jerarquía, presentada como aquello que las exhibiciones del Museo Americano de Historia Natural llamaban en aquel período (1926-1945) las “distintas razas de la humanidad”. Henry Fairfield Osborn, el director eugenista y racista del museo, insistió en la selección de Fraser como escultor para el monumento, presentando ante el consejo una fotografía de su obra The End of the Trail (1918), en la que se representaba de forma dramática el tema del llamado “indígena desaparecido”. La afirmación (falsa) a la que Osborn se adhirió fue que había múltiples especies de humanos, con características inmutables y diferentes, y las distinciones entre las especies se evidenciaban en la forma de la cabeza. El “Roosevelt” de Fraser es la plasmación perfecta para esta teoría.

He yuxtapuesto en una fotografía la cabeza esculpida de Roosevelt con el cráneo “griego” que ejemplificaba la blancura, tal y como circulaba en el best seller racista de Josiah Nott Types of Mankind [Tipos de humanidad] (1854). No pretendo probar que Fraser estuviera influenciado por esta referencia específica, sino evidenciar a los espectadores de nuestros días el vocabulario visual del racismo, que opera en terrenos que van más allá del color de la piel y la nacionalidad. Obsérvese cómo ambos tienen una frente absurdamente recta y larga. Aún más absurda resulta la comparación entre una estatua y otra. Nott afirmaba que la forma del cráneo revelaba distintos tipos de humanos, constantes e inmutables. Sin embargo, su cráneo “griego” no era humano, sino el cráneo imaginado de la escultura clásica conocida como el Apolo Belvedere. Aunque esta ciencia esté ya obsoleta, aún ejerce su fuerza cada vez que alguien emplea la expresión highbrow [literalmente “frente alta”] para referirse a alguien cultivado o erudito, repitiendo una jerarquía racializada de inteligencia afirmada en base a la medición de los cráneos.

La cabeza de Roosevelt montada con el dibujo de Nott de una calavera “griega” imaginada a partir del Apolo Belvedere (fotografía del autor).

Tras la revolución en Haití contra la esclavitud (1791–1804), ser blanco suponía estar emparentado con un ser divino, mientras que ser africano no era exactamente ser humano. La homología construida entre la piel “blanca” y el mármol blanco de las estatuas fue un accidente histórico. En la Antigüedad, las estatuas estaban pintadas de vivos colores, pero el tiempo y los elementos han erosionado su color. La “blancura” de la estatuaria clásica es una proyección imaginada. Su “cráneo” es pura fantasía, puesto que las estatuas no tienen cráneo. Estas estatuas no son ejemplos de racismo, son su forma. La “blancura” resultante no es una variante neutral del ser humano, sino una fantasía construida en relación imaginaria con la escultura clásica.

El Apolo Belvedere (conservado en los Museos Vaticanos) (foto de Livioandronico2013 a través de Wikimedia Commons)

Quisiera ser claro: la escultura de Fraser no resultaría menos ofensiva si tuviera tan sólo la figura de Roosevelt. Aún ejemplificaría estas fantasías racializadas. La blancura que aquí se muestra no se considera a sí misma conectada a otros humanos. La filósofa Sylvia Wynter llama a esto “monohumanismo”, una forma de pensar en la que ser humano es una categoría excluyente. Recortar la figura africana e indígena es representar la lógica de esta singular forma de ver. Ver la figura blanca sola en esta visión monocular es, como dicen, una característica, no un error. Bajo mi punto de vista, esta escultura no solo es excepcionalmente ofensiva, sino que representa de forma eficaz y monolítica lo que quiere la blancura. Cuando muchos afirman no haberse dado cuenta previamente de la estatua, o no ser conscientes de que era ofensiva, esto nos muestra que estas formas monoculares de ver permanecen vigentes.

Además, esta forma de ver es totalmente consistente con el levantamiento actualmente en curso. Si el espantoso vídeo del asesinato de George Floyd dejo algo patente, fue que la policía no lo vio como un humano. En uno de los pocos casos en los que un oficial de policía ha testificado en relación con un tiroteo, el ex oficial Jason van Dyke, quien mató a Laquan McDonald en Chicago, testificó emotivamente acerca de los “enormes ojos blancos de Laquan mirándome fijamente”. McDonald tenía 17 años y Van Dyke le disparó 16 veces. No vio a una persona. Vio el estereotipo racista que había sido entrenado para ver por la cultura blanca segregada en general y por la policía en particular.

La cabeza de la figura africana del monumento Roosevelt yuxtapuesta con el dibujo de un cráneo africano de Josiah Nott (invertido con fines comparativos) (fotografía del autor).

Museos como el Museo Americano de Historia Natural preparan a la población blanca en esta forma de ver. En el momento en el que Fraser se encontraba trabajando en su escultura, se abrió un nuevo diorama dedicado al pueblo africano. Empleando el apelativo racista “Pigmeo” para designar a una variedad de pueblos en la cuenca del Congo, se exhibió en el Salón de los Primates. Aún hoy, existe un diorama no muy diferente en el Salón de los Pueblos Africanos. ¿Dónde, se preguntan a veces los visitantes, están los europeos u otros pueblos “blancos” en el Museo? Cuando la estatua fue encargada, el Salón de las Edades del Hombre albergaba “exhibiciones sobre las razas vivas y extintas de hombres”, por citar el Informe Anual del museo en 1926.

Designado así posteriormente por Osborn, el salón ejemplificaba su tesis particular, compartida con la eugenista Galton Society en 1928, de que “la población humana se separó de la población común, o animales similares a los humanos, mucho antes de que los hábitos especializados de los simios parecidos a los hombres hubiesen modificado profundamente su anatomía”. Osborn creía que la forma nórdica del ser humano surgió en algún lugar de Asia Central, sin conexión alguna con África. Envió expediciones costosas a la región en busca de evidencias fósiles. El Salón de las Edades del Hombre se cerró discretamente cuando Osborn se retiró, aunque muchos de sus artefactos todavía pueden encontrarse en rincones insospechados del museo. En su prefacio al libro The Passing of the Great Race [La caída de la gran raza] (1916), en el que se expone el temor a un gran reemplazo blanco, Osborn afirmó:

La raza implica herencia, y la herencia implica todas las características y rasgos morales, sociales e intelectuales que son los resortes de la política y el gobierno. La conservación de esa raza [nórdica]… nos ha dado el verdadero espíritu del americanismo.

Conservar la raza nórdica es hacer que América vuelva a ser grande.

Al continuar utilizando el término “conservación” para defender a Roosevelt, el museo revela lo que el destacado eugenista estadounidense Harry Laughlin llamó la “afinidad natural entre los conservacionistas ambientales y raciales”. Del mismo modo, el amigo de Roosevelt, Madison Grant, estaba en el consejo del Museo Americano de Historia Natural; escribió The Passing of the Great Race (1916), que condujo a su exitosa campaña por los límites racializados de la inmigración; y resultó fundamental en la conservación del búfalo y las secuoyas. Para estos hombres, salvar la blancura nórdica y conservar las formas “nobles” de la naturaleza eran el mismo proyecto. Decir que Roosevelt era un conservacionista es otra forma de afirmar que era, como está ampliamente documentado, un racista.

Quitar la estatua es un comienzo, no un final. Representa una grieta en lo que Frantz Fanon llamó “un mundo compartimentado, maniqueo, inmóvil, un mundo de estatuas”. Ahora se están dando varios movimientos, una inversión de la jerarquía maniquea que sitúa al blanco sobre el negro como si fuera el bien sobre el mal, y un desafío a la segregación. Por eso están cayendo las estatuas. Para aquellos identificados y que se identifican como blancos, finalmente es hora de abrir el otro ojo, de dejar de fijarnos en lo(s) otro(s) y mirarnos a nosotros mismos.

Si te ha gustado… echa un vistazo a estos libros