En el apartado “El día de la marmota y la bestia de lo contemporáneo”, del libro de Jorge Fernández Gonzalo “Guía perversa del viajero en el tiempo”, encontramos el siguiente apartado dedicado a las performances del artista Tehching Hsieh, en el que se plantea una sugerente lectura de los pesadillescos bucles temporales.

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Le corresponde al artista taiwanés Tehching Hsieh y a su trabajo One Year Performances el honor de haber encarado con pleno acierto la monstruosidad de las repeticiones temporales. Entre los años 1978 y 1986, Tehching Hsieh diseñó diferentes proyectos artísticos consistentes en llevar a cabo una acción repetitiva durante un año entero. En una de sus propuestas, el artista decidió vivir un año a la intemperie, callejeando por la ciudad de Manhattan. En otra, titulada Time Clock Piece, tenía que fichar cuando un reloj daba una hora exacta, así veinticuatro veces al día durante otro año entero. En otra oca­sión, Hsieh permaneció 365 días encerrado en una jaula sin poder salir. Más tarde, decidió estar un año sin ningún tipo de contacto con el mundo del arte (algo que se prolongaría en otra de sus performances), mientras que en otra permaneció atado junto a la artista Linda Montano con una cuerda de poco más de dos metros y sin tocarse lo más mínimo el uno al otro.

Podemos utilizar este conjunto de performances del artista taiwanés para determinar qué tipo de bucle temporal define las «pesadillas obscenas» de distintas posiciones filosóficas de la segunda mitad del siglo xx. Si se observa la primera de las performances citada, no podemos sino atisbar aquí la figura del homo sacer agambeniano (Agamben, 1998): el bucle en el que alguien despierta cada día, pero sin una identidad a la que aferrarse, irremisiblemente abocado a la mendicidad y la marginalidad, define a la perfección la amarga contrapartida de nuestras sociedades hipertecnológicas, en donde constante­mente completamos nuestra humanidad a través de las prótesis maquínicas, frente a la vita nuda del desclasado. Quizá debamos proponer aquí como ejemplo de perverso bucle agambeniano el capítulo de la serie Black Mirror (episodio 2×02), en el que una mujer despierta medio drogada y con el cuer­po magullado, sin recordar quién es o cómo ha llegado hasta allí. Cuando sale a la calle, todo el mundo la graba en silencio con sus móviles hasta que de repente un tipo con máscara irrumpe y la persigue escopeta en mano. Al final se descubre que la mujer es en realidad una presidiaria condenada a vivir un día tras otro en el White Beard Justice Park, un «parque temático de justicia» en donde los reos forman parte de un reality diseñado para entretener a los espectadores a través de una experiencia mediática prediseñada.

La segunda de las performances y su reverso obsceno se corresponde con los análisis del Foucault de Vigilar y castigar (1976): la repetición de esquemas y la regulación de los movimientos como estrategia disciplinadora es una de las obsesiones más repetidas en su bibliografía. Foucault es el crítico por excelen­cia de la reglamentación militar, carcelaria u hospitalaria; sus estudios sobre las prácticas disciplinadoras muestran una meticulosidad poco habitual. No obstante, al mismo tiempo que el autor denuncia este tipo de reglamentación del cuerpo y sus acciones, sus obras reflejan una perplejidad seductora hacia esas mismas manifestaciones de poder en un bucle de jouissance inagotable. Sobre él escribió el profesor y novelista Edmund White: «Michel Foucault era un hombre que se sentía atraído política y sexualmente por las formas más totalitarias del poder. Durante toda su vida luchó contra esa atracción. Eso es lo que yo más admiro de él». Esta atracción por lo esquemático aparece perfectamente reflejada en el capítulo-bucle de la serie Haven. Una pequeña población de la América profunda padece ciertos fenómenos inexplicables que la protagonista, la agente del FBI Audrey Parker, tratará de solucionar a toda costa. En el sexto episodio de la segunda temporada, Audrey despierta después de haber pasado la noche junto a su compañero de trabajo, sale a la calle y habla con su casero, y más tarde va a la escuela a dar una pequeña charla sobre su experiencia policial, hasta que recibe el aviso de un incidente a no mucha distancia de allí. Audrey se acerca hasta el lugar de los hechos, pero queda atrapada en un bucle de tiempo y el día se reinicia. Cada vez que altera alguno de los pasos sucede algo catastrófico (si no paga el alquiler de Duke, su casero, éste va a verla más tarde y es atropellado; si deja que su pareja le acompañe, un trozo de madera saldrá proyectado durante un accidente y se le incrustará en el estómago, etc.), hasta que despierta de nuevo al comienzo del día. «¿Me estás diciendo que ya has vivido este día? ¡Estás atrapada en mi película preferida de Bill Murray!», le dice, con sorna, su compañero cuando Audrey le explica lo ocurrido. Finalmente, repara en un tipo que aparece en varios escenarios: se trata de un hombre diagnosticado con TOC, trastorno obsesivo-compulsivo, cuya patología se ha trasladado a la realidad, haciendo que todo se repita perversamente.

La jaula en la que Tehching Hsieh permanece durante todo un año se co­rrespondería con la pesadilla sartreana: la privación de la libertad es el bucle siniestro para un filósofo de la libertad individual como lo fue Sartre. En su programa filosófico, el autor francés retomaba la clásica distinción entre la esencia y la existencia. Los objetos artificiales poseen una esencia que precede a su existencia factual: el artista o técnico imagina la obra, copia o reutiliza algunos rasgos de la naturaleza, del arte y de su entorno, y cuando ha dado con esa esencia virtual del objeto trabaja hasta concederle su existencia plena. Si existe Dios, nos dice Sartre (1984), nosotros somos objetos prefabricados que existimos posteriormente a la planificación divina. Si la figura de Dios no existe, entonces el camino es el opuesto: primero el ser humano adquiere la existencia, llega al mundo y encara los conflictos que éste le plantea, y a través de la búsqueda de su libertad individual y en armonía con la dimen­sión política colectiva logra dar con la esencia de sí: «el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del existencialismo». La jaula, por ello mismo, constituye el límite en el que el sujeto sartreano se separa de ese infierno que son los otros y se aproxima al infierno de su propia libertad truncada. Puede llegar a ser lo que quiera, pero al mismo tiempo el bucle en el que está instalado (despertar un día tras otro en la misma jaula) le limita a contemplar su libertad como un proyecto indecidible, no enteramen­te realizable.

Es éste el ejemplo que vemos en una de las primeras ficciones sobre bucles: en un episodio de la serie La dimensión desconocida («Juego de sombras», capítulo 2×26), un preso asiste durante un único día a la resolución de su juicio y a su ejecución en la silla eléctrica. Pero no es la primera vez que se enfrenta a ello: el protagonista vive atrapado en un temible bucle que le devuelve al principio del día después de ser ajusticiado.

La idea de una obra de arte que se constituye por ese gesto de privación y rechazo del arte representa la fantasía deconstructiva derridiana por excelen­cia, una suerte de bucle en el que las palabras se trastabillan bajo la propia ló­gica de la enunciación y el discurso no logra dar con una vía de escape efectiva (por otra parte, ¿no cabría interpretar la diseminación derridiana/peirceana no hay afuera del textocomo ejemplo de bucle infinito del lenguaje, una suerte de Día de la Marmota en términos semióticos?). Esto mismo ocurre en la serie Day Break, en donde un detective de Los Ángeles, Brett Hoppes, es acusado de asesinar al fiscal del distrito a pesar de que él no ha tenido nada que ver, por lo que el día en que le inculpan volverá a repetirse una y otra vez hasta que logre demostrar su inocencia. Su misión consiste en recopilar pruebas, alterar las rutas y decisiones de otras personas y modificar la reali­dad lo suficiente como para evitar ser incriminado. El efecto deconstructor del bucle (su propio afuera suplementario) surge cuando Hoppes descubre que sus acciones pueden alterar el escenario cerrado en el que se halla. Es posible hacer que alguien tome una decisión determinada o afectarle de modo que, al reinicio del bucle, sus decisiones sufran ligeras variaciones. Otro ejemplo en el que el propio (no)relato de la deconstrucción queda diseminado por su propio cortocircuito ontológico lo encontramos en la serie Héroes. En el capítulo «Cinco años después» (1×20), Hiro y su amigo Ando viajan al futuro y aparecen en el ático del pintor Isaac Méndez, un artista que tiene visiones premonitorias mientras dibuja. Cuando llegan allí, descubren varias fotogra­fías, notas, artículos de periódico y otros documentos extendidos por toda la habitación. A continuación, ven aparecer una figura de entre las sombras: se trata de la versión futura de Hiro, con una katana enfundada a la espalda, el pelo largo, las facciones más duras que de costumbre, etc. Éste les explica que lo que tienen delante es un «mapa del tiempo» que él mismo ha con­feccionado para representar las diferentes líneas de tiempo alternativas. Se entiende así el eslogan de los primeros episodios («salva a la animadora, salva al mundo»): un pequeño acontecimiento permite resolver la encrucijada en la que se encuentran. ¿Cómo no ver en esta escena un movimiento típicamen­te antideconstructivista? En lugar de una realidad en donde todo es texto, el apartamento de Isaac Méndez muestra un texto en donde todo son realidades, diseminación, «afuera del texto». Así ocurre en un capítulo de Star Trek: La nueva generación (5×18). Los ocupantes de la Enterprise viven un día normal dentro de la nave: varios juegan a las cartas, uno de ellos visita la enfermería por pequeños mareos, el capitán Jean-Luc Picard se relaja leyendo un libro… hasta que horas más tarde una distorsión espaciotemporal aparece frente a la nave y el día se reinicia. De nuevo, juegan a las cartas, leen, realizan sus tareas cotidianas, pero a medida que el bucle se repite varios de ellos tienen la sensa­ción de que todo ha ocurrido antes. Se trata de la típica sensación de nIb’poH, o traducido del klingon, un déjà vu: hay algo más dentro del bucle, un afuera suplementario que permite a los miembros de la tripulación asomarse al ex­terior de la burbuja temporal. Si la reiteración indefinida era ya de por sí una forma de deconstruir la linealidad del tiempo, aquí es el propio bucle el que se deconstruye y descubre un fuera-de-sí, su resto esencial, experimentado a través del klingoniano nIb’poH. También la serie Terror en estado puro (Fear Itself), en el capítulo «El círculo», ofrece el mismo esquema post-deconstruc­tivista. Un grupo de amigos están encerrados en una cabaña y ven cómo se hace realidad todo lo que uno de ellos ha escrito en una novela. Para huir de los extraños fenómenos que se desatan, el protagonista tendrá que reescribir su desenlace y producir un pliegue temporal que les permita sobrevivir a la pesadilla. El problema es que no hay salida alguna y se ven obligados a revivir el mismo día maldito…

Por último, la relación tantálica con el cuerpo que augura la quinta de las performances de Tehching Hsieh define la pesadilla lacaniana que impide el acceso al objeto de deseo. El il n’y a pas de rapport sexuel («no hay relación sexual») del psicoanalista se materializa en este bucle en donde únicamente convivimos con el fantasma del otro sin llegar a poseerlo. Podemos comprobar esto mismo en el capítulo «El tulipán blanco» de la serie Fringe (2×18). Los protagonistas (Walter, Peter y Olivia) investigan un extraño suceso en un vagón de tren en el que un grupo de personas han aparecido muertas y sin marcas aparentes de violencia. Al llegar a la escena del crimen, descubren que todos los aparatos eléctricos se han quedado sin batería, incluidas las mito­condrias de las víctimas (las «baterías naturales» de la célula). Sus pesquisas les llevan tras la pista del científico Alistair Peck, un investigador del MIT que ha creado la tecnología para viajar a través del tiempo implantándose una malla de Faraday (una especie de circuito hiperconductor que absorbe la energía cercana cuando se transporta a un determinado momento del pasado). Pero cada vez que los protagonistas llegan hasta él y lo acorralan, éste reinicia el continuum temporal y regresa al momento del incidente en el tren. En uno de estos bucles, Olivia y los Bishop descubren unos documentos del científico en donde se habla de «alcanzar el principio Arlette» (bien podríamos decir: el petite objet a lacaniano), un punto en el pasado que resulta ser el momento en el que su esposa, Arlette, sufrió un accidente de coche y falleció en el acto. Nuestros protagonistas, de este modo, deducen que Peck se dedica a realizar pequeños saltos hacia atrás con la intención de llegar a ese instante preciso y salvar a su esposa. Cuando consiguen localizarle, Walter intenta razonar con él: le explica que hay un pequeño error en sus cálculos que le impide llegar más atrás de la escena del vagón de tren, y que a pesar de todo no es una buena idea que intente regresar al pasado y cambiar las cosas. El doctor Bishop se sincera y le confiesa que él también cometió un error fatal (se refiere al hecho de haber robado a su hijo de otra dimensión) y que desde entonces no deja de culparse y sólo pide a Dios que algún día le envíe una señal de perdón. La «clave» que Walter elabora es un tulipán blanco: si Dios le hace llegar este símbolo, sabrá que es la hora de reconciliarse consigo mismo. Pero Peck huye cuando llega el resto de agentes del FBI y, ayudado por las indicaciones de Walter, logra regre­sar al día del accidente en que murió su mujer, el lacaniano «principio Arlette». Nuestro crononauta aparece en el pasado y corre hasta el coche en el que su mujer está a punto de montarse; una vez dentro, se miran, él agarra su mano… Y justo en ese instante son arrollados por otro vehículo. En el presente, sin embargo, ha sucedido algo inexplicable: Bishop ha recibido una carta con una única hoja en su interior. Se trata del dibujo de un tulipán blanco que Peck le había enviado antes de morir. ¿Cómo no ver aquí la representación del aser­to lacaniano de que «una carta siempre llega a su destino»? Evidentemente, Walter no sabe quién se la ha enviado, pues en su línea temporal el bucle no ha llegado a producirse. Pero el gran Otro ha respondido a su plegaria, le ha hecho llegar la carta que, en cierto modo, se había enviado él mismo.

Por otra parte, ¿cómo no ver en las performances de Hsieh las cinco moda­lidades del sujeto histérico y obsesivo, paranoico, esquizofrénico y fetichistade las que nos habla el psicoanálisis? Retomemos aquí los seminarios de La­can y sus clasificaciones de las diferentes posiciones que el sujeto establece con respecto a la realidad circundante. El autor nos habla de tres estructuras fundamentales de subjetivación que rigen su lugar en el mundo: neurosis, psicosis y perversión. A cada una de estas estructuras le corresponde una o va­rias modalidades: de este modo, la neurosis alberga tanto la fantasía obsesiva (cuya sintomatología se expresa a través de pensamientos recurrentes) como la histeria (que privilegia el cuerpo como lugar de inscripción del síntoma). La caracterización que podemos hacer del neurótico es la de un sujeto que constantemente está preguntándose por su deseo: qué es lo que quiero, quién soy yo, quién me ama, etc. La estructura psicótica, por su parte, alberga igual­mente dos modalidades contrapuestas e incompatibles, la del paranoico y la del esquizofrénico, pero la manifestación de sus rasgos patológicos no tiene lugar a modo de síntomas, sino como «fenómenos elementales» en forma de delirios, alucinaciones, pérdida de las coordenadas del espacio y del tiempo, etc. El paranoico se caracteriza por el delirio de la persecución (el gran Otro me reclama, sabe quién soy, me persigue) mientras que el esquizofrénico ha perdido su relación con el registro de inscripción simbólica y siente por ello la fragmentación de su identidad y de su lugar en el mundo. Finalmente, la es­tructura perversa se manifiesta bajo la modalidad del sujeto fetichista y cons­tituye un ejemplo de rebeldía con respecto al gran Otro y su manipulación de nuestros deseos: el perverso fetichista es aquél que sabe perfectamente cómo quiere construir su goce y que no consiente que nada ni nadie lo cuestione. Si retomamos las categorías de Lacan y las contrastamos con nuestros crononau­tas atrapados en sus respectivos bucles temporales, es fácil ver las correlaciones y asignar todas las modalidades: el personaje del capítulo de Black Mirror, una mujer sin identidad ni recuerdos que constantemente está demandando al gran Otro una respuesta de su propia identidad e interpretando sus signos (un extraño logotipo que se repite en varios lugares del capítulo), actúa como si se tratara de un sujeto histérico; el personaje de Haven que mostraba una compulsiva necesidad de repetir las mismas acciones es un claro ejemplo de neurosis obsesiva; durante el capítulo de La dimensión desconocida, el hombre que era juzgado y condenado a muerte responde claramente a la psicosis para­noica; los rasgos fragmentarios de la deconstrucción derridiana que aparecían en los ejemplos que hemos visto (Day Break, Héroes y Star Trek) se correspon­den, por su parte, con la psicosis esquizofrénica y su percepción fragmenta­ria de la realidad y de sí mismo; mientras que el ejemplo de la serie Fringe, finalmente, nos presenta los rasgos del perverso fetichista, quien, desposeído del objeto amado, tiene que sustituirlo por una pieza o fetiche que alcance a resituarlo bajo la órbita de su deseo.

En tal caso, ¿no podríamos extender nuestra lectura y definir a los pen­sadores correspondientes para cada tipología de bucle y para cada tipo de performance como ejemplos de las distintas modalidades de subjetivación? Tenemos la filosofía histérica de Agamben, los estudios foucaultianos como manifestación del discurso neurótico obsesivo, las intuiciones de Sartre y sus delirios paranoicos humanistas, la deconstrucción derridiana como artificio de la glosolalia esquizofrénica y el psicoanálisis lacaniano en la órbita del perverso fetichista que ha aceptado su deseo y que se jacta de sus formas específicas de goce. Pero aún podemos avanzar más y llevar a cabo una lectura política de sus posicionamientos: el histérico pregunta al amo cuál es su lugar, de dónde viene, quién es, etc., por lo que, tal y como afirma Žižek (2002a), consti­tuye el verdadero agente subversivo, ya que es el único que pone en duda la fantasía que le propone el Otro con la intención de socavar, de este modo, su autoridad. El obsesivo, por su parte, se relaciona con el poder llevando a cabo sus lógicas inmanentes hasta su última expresión. Tan obsesivo puede llegar a ser el policía como el psicópata: el caso es llevar al límite lo que ya está dado en el Otro, sus posibilidades específicas, reconvirtiendo su mandato superyoico en una manifestación de jouissance individual. No se subvierte el poder, sino que se reingresa en el ámbito de la subjetividad como fuente de goce. Si consideramos la figura del paranoico, vemos en él al perfecto aliado del gran Otro: al señalar la persecución a la que está sometido, el paranoico reafirma la posición preeminente del Otro, ya que su fantasía le da licencia su­ficiente para hacer aquello mismo que el paranoico creía falsamente que estaba haciendo. Invertimos aquí la concepción lacaniana según la cual el paranoico sigue padeciendo su psicosis incluso cuando el delirio es totalmente cierto (su ejemplo es clarificador: el amante patológicamente celoso sigue siendo celoso incluso cuando descubre que se trata de un verdadero cornudo). Según nuestra inversión, el gran Otro puede llegar a perseguir impunemente al pa­ranoico porque ya sabe que éste asume su poder: pensemos en los políticos o en las megacorporaciones que justifican sus actos delictivos simplemente porque todos damos por hecho que los políticos y las megacorporaciones siempre han estado corruptos… En contraste, el sujeto esquizofrénico, estudiado en detalle por Deleuze y Guattari en su Antiedipo (1995), se define como aquél que desiste de sostener la figura del gran Otro y que suspende los efectos de su poder. El esquizofrénico deja pasar flujos, se separa de sus orígenes edípicos y de la dimensión simbólica de la realidad cotidiana, etc., para enfrentarse cara a cara con una desarticulación del tiempo (Jameson, 1996) y su propia fragmentación como individuo (el Cuerpo sin Órganos de Artaud). Para el esquizo, no hay un punto de ordenación del orden simbólico y todos los sig­nificantes están a la deriva, encadenándose y desencadenándose en espirales y acumulaciones caóticas. Su relación con la política es sutilmente ambigua: por un lado, representa un núcleo de ruptura y despolitización, pero por otro deja que todo siga como estaba mientras que a él no le afecte. No así el perverso, quien constituye una suerte de transgresor intrínseco que pone de manifiesto las exigencias ocultas en el gran Otro, su relato elidido, y «saca a la luz, escenifica, practica las fantasías secretas que sostienen el discurso públi­co predominante» (Žižek, 2002a). La «verdad», en términos lacanianos, del gran Otro (su núcleo Real/imposible, la obscenidad inherente de su mandato superyoico) se deja ver a través de las reivindicaciones sexuales, políticas, ontológicasdel perverso, pero sin que el gran Otro se vea, en principio, sustancialmente afectado. La pregunta es: ¿no hemos de dejar atrás nuestras fantasías revolucionarias falsamente perversas (quitar a todos los políticos de en medio, dar el dinero de los ricos a los pobres, acabar de raíz con todas las instituciones, etc.) por una solución histérica que realmente cuestione qué está pasando, quiénes somos dentro de este escenario político y a quién o qué hemos concedido el estatus de gran Otro? Frente al acto coherente del perverso, la duda histérica ante las inconsistencias que mantienen el orden de nuestra realidad se propone como el verdadero acto de ruptura con nuestro persistente y asfixiante bucle político.

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