De la destrucción considerada como una de las Bellas Artes…

por | Jun 1, 2020 | Iconoclasia, Cultura visual

¿Por qué las personas destruyen las imágenes? ¿Qué motiva estos actos individuales y colectivos de violencia contra algo que -al fin y al cabo- es una mera representación en madera, piedra, lienzo o papel? ¿Cómo podemos pensar la iconoclasia en el mundo contemporáneo?

Con estas estimulantes preguntas arranca David Freedberg el prefacio de “ICONOCLASIA. Historia y psicología de la violencia contra las imágenes”. Es un libro al que tenemos especial estima, ya que aborda un tema que consideramos fundamental, clave para repensar y cuestionarse infinidad de aspectos vinculados precisamente -parafraseando a Freedberg- al “poder de las imágenes”.

Desde el inicio de los tiempos la humanidad ha destruido imágenes y en Sans Soleil siempre hemos creído importante analizar ese impulso, por las mismas razones que él aduce en el siguiente párrafo:

“Cuando en 1969 comencé mis investigaciones sobre la censura y la iconoclasia entre los siglos XV y XVII, estos temas eran ignorados y los historiadores del arte rara vez los consideraban. Quedaban perplejos ante la sola idea de tratar de comprender estas formas de hostilidad. Pensaban que debíamos preocuparnos más por la belleza de los objetos, la voluntad de crear y los principios básicos que subyacen en nuestras respuestas de admiración hacia ellos. Me parecía, sin embargo, que nunca se podría comprender plenamente el poder de las imágenes a menos que entendiéramos por qué provocan tal resistencia, antipatía y miedo”.

A comprender ese poder y a analizar esos gestos destructivos dedica Freedberg todos sus esfuerzos. En esta ocasión, os queríamos ofrecer un testimonio excepcional de los motivos (personales, psicológicos, políticos, nacionales) que pueden accionar la iconoclasia; se trata de una entrevista realizada por un reportero del diario Kayhan de Teherán a un hombre que durante décadas destacó en la tarea de derribar estatuas del sah. La recoge Ryszard Kapuściński en su libro “El Sha: o la desmesura del poder”, y nos ha parecido muy apropiada para esta ocasión:

—En su barrio se ha ganado usted, Golam, la fama de destrozaestatuas; le consideran incluso todo un veterano en ese campo.

—Es cierto. Las primeras estatuas que destruí fueron las del viejo sha, el padre de Mohammed Reza, cuando abdicó en 1941. Recuerdo cómo cundió la alegría por toda la ciudad cuando saltó la noticia de que se había marchado. Todo el mundo se lanzó en seguida a destruir sus estatuas. Yo era entonces un muchacho pero ayudé a mi padre, quien, junto con sus convecinos, derribó el monumento que Reza Khan se había hecho erigir en nuestro barrio. Puedo decir que aquello fue como hacer mis primeras armas.

—¿Le persiguieron por este motivo?

—No, en aquella época eso aún no se hacía. Después de marcharse el viejo sha se vivió todavía un tiempo de libertad. En aquel entonces el joven sha no tenía fuerza suficiente como para imponer su poder. ¿Quién iba a perseguirnos? Todo el mundo se oponía a la monarquía. Al sha lo apoyaba tan sólo parte de los oficiales y, cómo no, los americanos. Luego dieron el golpe, encerraron a nuestro Mossadegh, fusilaron a su gente y también a comunistas. Volvió el sha e implantó la dictadura. Corría el año 1953.

—¿Recuerda aquel año?

—Claro que lo recuerdo. Fue el más importante, porque fue el del fin de la democracia y el del inicio de la dictadura. En cualquier caso, me acuerdo muy bien del día en que la radio dio la noticia de la huida del sha a Europa y de cómo, al enterarse de ello, la gente se lanzó eufórica a la calle y empezó a derribar las efigies imperiales. En este punto debo aclarar que desde un principio el joven sha erigió muchos monumentos a su padre y a sí mismo, así que durante aquellos años se fue acumulando bastante material para derribar. En aquella época mi padre ya había muerto, pero yo ya era un adulto y salí por primera vez como un tiraestatuas autónomo.

—¿Y qué? ¿Las derribasteis todas?

—Sí, no fue tarea difícil. Cuando volvió el sha, tras el golpe, no quedaba ni una sola efigie de los Pahlevi. Pero no tardó nada en empezar a levantar nuevos monumentos, suyos y de su padre.

—Eso significa que lo que usted había destruido él lo volvía a reponer en seguida, y que luego usted acababa destruyendo lo que él había repuesto, y así sucesivamente, ¿no?

—En efecto, así era, es cierto. Se puede decir que no dábamos abasto. Destruíamos una estatua, él levantaba tres; destruíamos tres, él levantaba diez. No se veía el final de todo aquello.

—Y posteriormente, después del 53, ¿cuándo volvisteis a la tarea?

—Teníamos pensado hacerlo en el 63, es decir, durante la Sublevación que estalló cuando el sha encerró a Jomeini. Pero aquél inmediatamente ordenó una masacre tal que tuvimos que esconder nuestras cuerdas sin haber tenido tiempo de tirar una sola estatua.

—¿Debo comprender que teníais cuerdas especiales para ese menester?

—¡¿Cómo si no?! Teníamos unas cuerdas de sisal fortísimas que guardábamos en el mercado, en el tenderete de un vendedor amigo. No se podía bromear con estas cosas; si la policía nos hubiese descubierto, habríamos acabado en el paredón. Lo teníamos todo preparado para el momento adecuado, todo estaba bien pensado y ensayado. Durante la última revolución, es decir, en el año 79, la desgracia consistió en que se lanzaron a derribar monumentos no pocos aficionados y por eso hubo muchos accidentes, porque los dejaban caer directamente sobre sus cabezas. Destruir un monumento no es tarea fácil; hace falta para ello profesionalidad y práctica. Hay que saber de qué material está hecho, qué peso tiene, cuál es su altura, si está soldado en todos los bordes o si las junturas son de cemento; en qué sitio atar la cuerda, hacia dónde inclinar la estatua y, finalmente, cómo destruirla. Nosotros nos poníamos a calcularlo todo ya en el mismo instante en que se empezaba a levantar la siguiente estatua del sha. Era la ocasión más propicia para averiguar cada particularidad acerca de su construcción: saber si la figura estaba vacía o llena y —lo que es más importante— cómo se juntaba con el pedestal, qué método habían utilizado para fijar la estatua.

—Debíais de dedicar mucho tiempo a estas averiguaciones.

—¡Muchísimo! Ya sabe usted que en los tres últimos años el sha se hacía construir cada vez más monumentos. En todas partes: en las plazas, en las calles, en las estaciones, al borde de los caminos… Además, otros también se los erigían. El que quería conseguir un buen contrato y aplastar la competencia, corría para ser el primero en rendirle este homenaje. Por eso, muchos monumentos eran de construcción poco sólida y, cuando llegaba su hora, no nos costaba trabajo destruirlos. Pero debo reconocer que en algún momento dudé de si conseguiríamos derrumbar tal cantidad de estatuas: realmente se contaban por centenares. La verdad es que nos costó sangre y sudor aquel trabajo. Yo tenía las manos llenas de ampollas y llagas de tanto darle a la cuerda.

—Pues sí, Golam, le tocó un trabajo interesante.

—Aquello no era un trabajo; era un deber. Me siento muy orgulloso de haber destruido los monumentos del sha. Creo que todos los que participaron en esa destrucción se sienten igualmente orgullosos. Lo que hicimos lo puede ver todo el mundo: todos los pedestales están vacíos y las figuras de los shas han sido destrozadas y yacen desmembradas por algún que otro patio.

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“¿Por qué las personas destruyen las imágenes? ¿Qué motiva estos actos individuales y colectivos de violencia contra algo que –al fin y al cabo– es una mera representación en madera, piedra, lienzo o papel? ¿Cómo podemos pensar la iconoclasia en el mundo contemporáneo?” Éstas son algunas de las preguntas que David Freedberg viene haciéndose desde que, a finales de la década de 1960, comenzase a investigar sobre la iconoclasia, un tema ignorado hasta el momento y al que los historiadores del arte rara vez tenían en consideración. Sin embargo, como Freedberg demostró en multitud de escritos, la iconoclasia, el gesto de atentar contra las imágenes, en el fondo no hace sino mostrar el enorme poder que éstas tienen.