Este que veis aquí es el primer grabado de La comedia humana, nuestra toma de contacto con la historia, donde todo empieza. Es el único momento en el que vemos a la masa sobre la que se sustenta el nazismo. Los megáfonos emiten el mensaje que origina el embrujo, que construye el consenso sobre el que se escudaran los desmanes que veremos a continuación. La comedia humana es, al fin y al cabo, el relato de aquellas personas que lucharon contra la tiranía, y de lo que les sucede a quienes se niegan a acatar lo que es dictado por los nazis.

La estampa lleva por título “La emisora oficial”, subrayando el poder de la propaganda y la oratoria en toda esta historia, sobre la que tanto se ha teorizado y a la que tantas veces remitieron los humoristas gráficos al representar a Hitler y, sobre todo, a Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich.

Casualmente, el próximo libro de Sans Soleil Ediciones, Narración o barbarie de Alberto Santamaria –que verá la luz la primera quincena de marzo–, comienza con un relato acerca del hechizo de la voz de Hitler, en el que se recuerda la valoración que Eric Havelock realizó de Franklin Roosevelt y Adolf Hitler como maestros de la creación de mitos, capaces de llevar al espectador a cierto estado de “trance”.

Santamaria remite a una cita de Havelock en la que se explicita este hechizo:

Viene aquí al caso un recuerdo personal. Cierto día de octubre de 1939 (creo que debió de ser en esa fecha, poco después de que Hitler acabara de conquistar Polonia, aunque no estoy seguro) recuerdo haberme encontrado de pie en la Charles Street de Toronto, al lado del Victoria College, escuchando una emisión radiofónica al aire libre. Como por común acuerdo, todos nosotros, profesores y estudiantes, habíamos salido a escuchar los altavoces instalados en la calle. Se estaba emitiendo un discurso de Hitler, con quien nosotros en el Canadá estábamos, formalmente hablando, en guerra. Nos estaba exhortando a resignarnos y dejarlo en posesión de aquello de que se había apoderado. Las frases estridentes, vehementes, pronunciadas en staccato, retumbaban y resonaban y se sucedían sin cesar, serie tras serie, inundándonos, golpeándonos, medio ahogándonos, y aun así nos mantenían inmovilizados escuchando una lengua extranjera que, sin embargo, de alguna manera imaginábamos entender. […] A veces me he preguntado si acaso McLuhan, que entonces era un hombre joven y vivía en Toronto, había escuchado el mismo discurso […]. Me aventuraría a conjeturar que Lévi-Strauss escuchó aquella emisión. Servía entonces en el ejército francés. […] De su preocupación intelectual por los mitos nada estaba aún escrito.

Es mítica la fotografía del hombre –se llamaba August Landmesser, convertido en hito de la objeción de conciencia– cruzado de brazos en medio de la multitud realizando el saludo nazi. Una multitud que en el caso del grabado de Moreau resulta sumamente gris, pesarosa, con la mirada perdida mientras ondean las esvásticas. En La comedia humana, la oposición la encontramos en la segunda estampa de la serie, y no es en absoluto pasiva. Se llama “La emisora ilegal” y representa uno de tantos esfuerzos por romper esa oralidad totalizante. Un grupo de disidentes, entre los que distinguimos a Clement Moreau en uno de sus habituales autorretratos –con la pipa en la boca–, trata de sintonizar otros relatos, de escapar a la emisión del grabado precedente. En la clandestinidad, con el miedo y la preocupación en sus rostros, intuyen que la noche se cierne ya sobre Alemania.

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